La
palabra “resuena constante”, dice
Carolina Massola en una suerte de acápite que abre “La mansedumbre del pez”. En este libro la palabra hace posible la continuidad,
reinaugura, pretende un modo de retener lo que huye. Ese pez escurridizo como la vida.
Pensar
la mansedumbre como cualidad de algo que
se fuga supone una tensión.
Buscar - en eso
que Carolina nombra como “el
sentido fugitivo”- las formas
calmas, los tramos lentos. Quizás sea ese el
modo en que interviene la poesía y nos permite así, mientras sucede, domesticar al pez, dar sentido al transcurso, peso al instante del trayecto.
“La mansedumbre del pez” es un libro signado por la realidad de lo
efímero, lo fugaz. “Si fuera posible (…) demorarse
en un parpadeo al menos", dice
Carolina y por ese deseo su andar poético se ralentiza, capta y captura, invoca, crece en su experiencia.
La
poeta nos lleva de escala en
escala, desde el gran territorio del
océano a la forma del pétalo. Se asume
frente a las diferentes dimensiones de
la vida, aún las más áridas y costosas. Mira lo vital en sus distintos signos y lo acepta con una visión integradora. La
poesía hace posible esa
aceptación porque se instala en el universo del instante y permite, como señalan los versos de
Carolina, retener el “tallo
que no vive la próxima primavera”, “recolectar tardíos rumores nocturnos”, esperar
“ del silencio alguna espontaneidad”.
"Si no supiera del regalo
efímero", dice la poeta, pero sabe: es un regalo que se toma con plena
conciencia del límite, de la pérdida. Frente a esa conciencia y a cierta impotencia, las
imágenes de continuidad tranquilizan: que los árboles sigan erguidos,
que vuelva a nacer la flor. Carolina nos
dice que esa continuidad de algún modo
va a incluirnos, que la derrota no será total porque hay una ligazón profunda
con lo anterior y con lo que sigue. Se reconoce así como
parte de una trama y asume un lugar en ella, una función que es
también la de delegar la concreción de lo poético, pasar la posta: “Tú/
escarabajo antiguo, dice, (...) no olvides reproducir la flor”.
Así
es este libro, vital, existencial. Signado
por el ansia de abarcar, de alcanzar el universo en todas sus manifestaciones aun
sabiendo que nada nos pertenece, que incluso eso que viene hacia nosotros, en su
propio movimiento de acercarse, ya
no es.
"Deja que todo se desgaje", nos dice la poeta pero al mismo tiempo insiste: “Y sin embargo floración
entre los ojos”
A
través de un lenguaje pródigo y sonoro, el yo de este libro se involucra, se brinda,
va al rescate: “Claro que alimentaré
luciérnagas abandonadas”, anuncia. Y el mundo se llena de pequeñas
iluminaciones. “Ahora llegarán quienes se
alimenten de mí/ Y sobrevivan el hambre de mantenerse vivos”,
avisa después. Y nos hace parte de
esa avidez, de esa batalla.
Este
libro nos viene a decir que aquello que se alcanza, se alcanza - antes que nada- adentro, en el
universo sensorial y simbólico que somos, en nuestra propia percepción. Y en
ese espacio de libertad - que es el de
la poesía -, se suspende la
imposibilidad.
Nos habla también de ir hacia aquello que
el fluir automático de la vida soslaya.
De mirar “cuerpos encendidos en
plenitud de buscarse”. De encontrar alimento donde parece no haberlo (en “caracoles antiguos disecados al sol de la
tarde”). Nos habla de la distancia,
de la incertidumbre. Y nos hace saber
que ahí crece la vida.
“Si las agallas para morder un
anzuelo me acontecieran”, dice Carolina. Y claro que
acontecen. En esta mansedumbre la poesía
es bella y triste. Viene con su carga de
perturbación, implica el valor de aceptar. Pero también trae la dicha
de saber que se ha estado, se ha procurado el mundo, se conoce el
impulso del ansia, la aproximación del
decir. La valentía de morder el anzuelo
y el capricho de alimentar luciérnagas. Todo eso vive en este libro y en el mundo
poético de Carolina Massola. El desafío
de la calma, el destello de la floración. El “Objeto
desconocido” que se busca, se
persigue. Ese es su
alimento y es el alimento que nos
da, generoso, para viajar, “para
remar el río”, tal como ella
dice, “para buscar otras costas”
donde su remo quiera descansar.
Ana Lafferranderie
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