domingo, 8 de mayo de 2016
Watanabe
Bosque de piedras
El mundo aún no alcanza
su total y cerrada dureza de piedra.
Todavía sobrevive algo que se contrae
y se distiende debajo de algunas superficies
y fluye un cierto frescor de aguas remotas
y se escuchan tejidos agonizando
entre la yerba dura de las montañas.
Pero en este borde vacilante
ya ninguna forma tiene voz para gritar.
Última noticia
Ésta es tu última noticia, cuerpo:
una radiografía de tus pulmones, brumas
inquietantes, manchas de musgo sobre la nieve sucia.
La tierra espera que algún día
todos los órganos, como los perros, la husmeen
buscando la yerba benéfica. Tus pulmones,
entre hojas sedosas,
lucirán sanos y tersos como recién nacidos
y concertarán con un joven buey
el ritmo amplio de su respiración. Al fondo
habrá un cielo luminoso y ninguna sombra,
sobre todo ninguna sombra aciaga.
El algarrobo
El sol ha regresado esta tarde al desierto
como una fiera radiante. Viéndolo así,
tan furioso, se diría que viene de calcinar toda la tierra.
Ha venido a ensañarse
donde todo ya parece agonizar. Huyeron
del repaso de los muertos el zorro gris, los alacranes
y la invisible serpiente de arena.
Sólo el algarrobo, acostumbrado como está
a su vida intensa pero precaria, ha permanecido quieto,
solitario entre las dunas innumerables.
Este árbol nudoso, en su crecimiento
ha fijado posturas inconcebibles: alguna vez
cimbró la cintura como un danzante joven y desmañado,
alguna vez, aturdido,
estiró erráticamente los brazos retorcidos,
alguna vez dejó caer una rama en tierra como una rendición.
No hay cuerpo más torturado.
Lo único feliz en él es su altísima cabellera verde que va
donde el viento quiere que vaya.
El algarrobo me pone frente al lenguaje.
En este paisaje tan extremadamente limpio
no hay palabras. Él es la única palabra
y el sol no puede quemarla en mi boca.
Basho
El estanque antiguo,
ninguna rana.
El poeta escribe con su bastón en la superficie.
Hace cuatro siglos que tiembla el agua.
La isla
Nadé hasta la pequeña isla deshabitada
cuando el mar estaba muy calmo
y el sol infundía en mi cuerpo una espléndida confianza.
Cansado, dormí sobre una roca combada.
La marea alta me sorprendió. Desperté
cuando las corrientes giraban alrededor de la isla
como una inmensa furia.
Decidí esperar la marea baja del amanecer
y me acomodé casi desnudo entre las rocas
como un animal prudente.
La noche vino con una ficción: la isla
se hizo flotante
y empezó a viajar en la bruma que viene del trópico.
Durante toda la noche, rápidos cangrejos,
en cuyas caparazones brillaba la luna,
devoraron minuciosamente
algo muerto y grande, se diría un caballo imposible.
El oleaje traía peces repugnantes
que adherían sus vientres a las piedras, y otro oleaje
los devolvía a las aguas turbulentas.
Las aves marinas se posaban según la hora de cada una,
las que no tienen canto danzaban
con torpeza, otras, de pico rojo, se restregaban entre ellas
como si hubieran llegado de un festín carnívoro.
Un lobo marino solitario comenzó un llamado bronco
e intermitente
y en algún lugar, en alguna sentina, una gaviota carroñera
cantó.
De pronto asomó el sol, optimista como un niño idiota.
José WatanabeBanderas detrás de la niebla, Lima, Peisa, 2011.
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